Ver a los Waterboys en Santander, no tiene precio.

Fotos: Nacho Cubero.

Sí, ya sé que algunos dirán que cuarenta euros es precio y más que suficiente. Puede que alguien como yo, que ha entrado acreditado, no tenga derecho a hablar de ello. (Estas líneas son mi peaje). Sabemos que en el resto de ciudades de la gira los precios han sido más ajustados, tema de patrocinios… Lo que quiero poner de manifiesto, más allá del tema económico en crudo, y con la que está cayendo es… ¿Cuánto vale la música? ¿Cuánto se puede pagar por ver al lado de casa a un grupo cuyas canciones forman parte del archivo sonoro de tu corazón desde hace veinte años? Perder seis mil euros es una putada pero ver prender tus discos, creo que sería algo irreversible. Es como perder la memoria, la identidad, en definitiva, parte de tu vida. ¿Cómo se puede valorar el efecto que tiene la música en las personas? Esa compañía íntima y personal… Creo que los melómanos me entenderán. Hay canciones que van y vienen y otros grupos como The Waterboys, que una vez se te revelan, echan raíces para siempre. Tener en Santander el pasado día 20 a una banda con esa trayectoria, como decían en aquel anuncio, no tiene precio, aunque resulte caro.

El componente sentimental es fundamental, pero además, ellos estuvieron pletóricos, sonó estupendamente, la entrada fue bastante correcta (más pensando que la venta no se había animado mucho hasta los últimos días). Hubo feedback, hubo magia. Ese inexplicable misterio, que a veces se da y otras no, cuajó. El equilibrio entre dar y recibir, cuando entre el escenario y el público no hay distancias. Aquí pasaron muchas cosas, la sensación es que alguna quedará para siempre en el recuerdo. Fue realmente emocionante, épico, intenso. No se me ocurre ningún “pero”.

Los británicos no esperan a los que llegan tarde. Sólo cinco minutos más allá de la hora marcada, comienzan su actuación con The hosting of the shee. Con News for the Delphic Oracle respiramos aromas de otras épocas. Mike Scott defiende los versos de William B. Yeats con pasión. Gesticula, se retuerce, escupe las palabras entre muecas, de forma teatral. El aire a cabaret me dejó embrujado. Acometen Rags con violencia y decisión. Con la fuerza del agua brava. ¡Vaya sacudida! Ralph Salmins y su estampida sobre los timbales me dejan pegado. Luego charlando con él, descubro que ha estado tres años tocando la batería para Van Morrison. (Un fiera). Mike manifiesta en castellano su satisfacción por estar en España. Se llevan por delante All the things she gaves me… no puedo evitar acordarme del saxo con el que nació la canción, ni ese sonido de los ochenta. Tantas veces escuchándolas así, con los vientos, que ahora se echan de menos. El violín de Steve Wickham hace las veces, pero creo que mi cabeza acaba cubriendo los huecos mentalmente “pi piri pi, pi piripi piripi, piripi…”. Porque la gira era de presentación del disco An Appointment with Mr. Yeats, pero lo vivido en el Escenario Santander el otro día, fue un “Grandes éxitos” en toda la regla.

Comienza The thrill is gone, ¡Qué belleza! El sonido del violín me araña, se lleva todas las penas. Hay que reconocer que hipnotiza, si cambiamos de instrumento al cuento no me sentí tan lejos de “El flautista de Hamelín”. La canciones son tremendas pero es que trasladadas al escenario no pierden. No sólo eso, alguna como el The pan within que ví el otro día, es inmejorable. No creo que se pueda hacer mejor.
Así se iban sucediendo una tras otra. A girl called Johnny, How long will I love you?, Glastonbury song… Demostrando que tocan casi todos los palos y todos bien. Yo creo que mucha gente se piensa que los Waterboys es un grupo de música celta. Eso es quedarse muy corto, cortísimo. The raggle taggle gypsy en formato “duo” enciende las hogueras. Es lo que tiene la música tradicional, sólo golpear un poco y la gente abre todas sus puertas. Mad as the mist and snow desata duelo de violín y teclados. Un carnaval de máscaras se apodera del escenario, las notas se alargan como goma de tirachinas, la canción crece irremediable al infinito. Al final de la batalla, M.S. sale del fondo del escenario con una tétrica máscara de tres caras (Nos gana en una). De un inmenso libro de esos que parecen sacados de una peli de castillos y mazmorras, extrae unos versos de remate, supongo que del mismo Yeats.

En todas las canciones pasan cosas, donde otros se detienen, ellos van una vuelta más allá. Esto es música para levitar. Be my enemy pone la caldera a cien grados. Un rock & roll acelerado, grasiento y peligroso. Dylan parece haberse apoderado del escenario… La banda toca como si se fuese a acabar el mundo. Ni una gota para la reserva. The Pan within habría que tratarla aparte. Eso no fue terrenal, eso fue de otra naturaleza, están tocados por una varita mágica. Suena apabullante, la guitarra eléctrica se expresa rotunda y clara, el punteo es un monólogo, se la entiende todo. Si esas cuerdas parecen hablar, las del violín chillar, llorar o simplemente desangrarse. Las de la voz de Mike no se tuercen ni a esa altura de la actuación. ¡Qué manera de cantar! El vendaval se ha llevado todo por delante. La excitación se traduce rápidamente en el clásico “oee oee oee oee” cantado por centenas como una garganta única.

Vuelven a salir, se les ve felices, disfrutando ellos también del misterioso milagro de la música en vivo. Salen con Don’t bang the drum, otro clásico de categoría especial. No podemos dejar de nombrar a James Hallawell a los teclados y Marc Arciero al bajo. El grupo por encima de las individualidades. Un prodigio de equilibrio y orden. Todo suma y nada sobra.
Un ritmo reggae me despista por un instante pero enseguida reconozco The whole of the moon. La más bella del desfile, la “niña de mis ojos”. A diferencia de la mayoría de las ocasiones, parece que en esto coincido con el resto del mundo. Es imposible no enamorarse de ella. Me encuentro con las yemas de mis dedos apuntando al cielo, aunque puede que estemos allí, o en algún sitio parecido donde haber logrado “escapar” por lo menos en espacio de dos horas largas. Con bandas como The Waterboys es fácil salirse del plano físico. A man is in love y toda la gente rompe a bailar. El sabor de la campiña se apodera del gris cemento. La verbena no para, el Fisherman’s blues nos da todavía más, nos convertimos en peonzas, rodando sobre nosotros mismos, los músicos no son menos. Fiesta completa, felicidad, una gran celebración… Las caras de la gente lo dice todo, los gestos cómplices de los músicos también. Santander sigue coleccionando recitales para el recuerdo. ¡Qué pase el siguiente! (Si algún día pueden ser James…)

Texto: Santiago V.M.

4 comentarios sobre “Ver a los Waterboys en Santander, no tiene precio.”

  1. ¿Cómo era eso?… suscribo casi al 100%. Pues… efectivamente, estuvimos en el mismo concierto y vivimos las mismas sensaciones. Supongo que son cosas de la edad: nos tocó caminar en la década de los ochenta recién perdida la inocencia y las músicas que te marcan entonces se quedan para siempre. Escuchar esa canciones fue un escalofrío continuo, muy especialmente el bloque desde “Rags” hasta “How long will I love you”, canciones ausentes de su repertorio durante años y recuperadas para esta gira. Pero, que nadie piense que fue un mero ejercicio de nostalgia, The Waterboys son la mejor banda que se pasea hoy en día sobre los escenarios del mundo, Mike no ha perdido un ápice de voz, quizá incluso cante mejor que hace treinta años, Wickham es el único que aguanta a su lado desde 1988 (aunque abandono una temporada no muy de acuerdo con su sonido de mediados de los 90) y su violín emociona, empuja las canciones y cubre los arreglos de aquel saxo de los primeros tiempos como si hubieran sido concebidas para sus cuerdas, el batería, el bajo, los teclados… Y los temas de su último trabajo suenan tan grandes como los viejos. Hubo química, se lo pasaron bien, el público estuvo mucho más entregado que el día antes en Bilbao y ellos también.
    Era mi cuarta vez, y no fue la mejor (la del Arriaga bilbaíno hace ya casi cinco años la tengo idealizada), pero fue memorable y dentro de muy poco ya no nos acordaremos de cuánto costó, sino de lo que vivimos, y lo contaremos y presumiremos de ello. Otros prefirieron tomarse cuatro cubatas (por el mismo precio) y la mayoría no se decidió hasta última hora (aunque los problemas para sacar las entradas e imprimirlas en la red de cajeros de Caja Cantabria no ayudó), ninguno de ellos se arrepintió de haber gastado esos 40 euros. Pasión: Eso no se paga con dinero (aunque yo si que pasé por taquilla). ¿Y si hubiéramos ido a cenar? ¿Hubiéramos pasado de los entremeses por ese dinero?
    Nos vemos en la próxima, aunque no sé donde pararán mis huesos en los próximos meses. ¿Y si fueran James? Soñar no cuesta dinero, eso sí que no cuesta dinero, ¿o es que sabes algo que todavía no puedes compartir con el resto de los mortales, los que pasamos por taquilla?
    UN ABRAZO!

  2. No, lo de James es una petición/deseo…

    Bueno, digamos que dejé una buena caja en las barras, je, je.

    Fue un concierto muy emotivo.

    Un saludo Coco. Nos vemos, a ver si algún día…

  3. Lo que no tiene precio es verlos gratis, como los ví hace un par de años en Bilbao. Creo que arrastramos un complejo porque, es cierto que nunca hemos tenido opción de ver tantos grupos de calidad aquí, pero a mí 40 euros por los Waterboys me parece caro.

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